No se ve todos los días (Diego Medina)

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El patio central parece un hospital. En todas partes yace gente tirada en el suelo producto del ahogo de las lacrimógenas. La enfermera del colegio, que había decidido seguir trabajando pese a la toma en apoyo al movimiento estudiantil, corre entre lxs heridxs y la enfermería. Nos da órdenes: -“Presiona la gasa acá, mueve a ellos para allá”. Los más chicos de 7° se nota que tienen miedo y la resistencia a la represión ya no sólo es física, también es psicológica”.

 

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04 de agosto del 2011. 8:30 am. Me despierto y enciendo la tele. En el matinal dan imágenes de las barricadas en muchos puntos de Santiago en la madrugada. La Alameda llena de fuego en respuesta a la no autorización de la marcha estudiantil. Llevamos más de dos meses de toma y ya nada importa más que conseguir la anhelada educación gratuita. Mi corazón late de emoción al pensar que hoy puede explotar la rabia acumulada por años de frustración de saber que la vida está sesgada por tu cuna de origen. Educación gratuita, sí, pero también educación libertaria y popular.

Tomo la micro y me bajo en Plaza Italia para irme por la Alameda y no por Merced. Pero… ¡Sorpresa!, una gigantesca armadura verde sin rostro detrás de una valla papal me impide cruzar más allá del Telepizza y me obliga a devolverme y darme la vuelta por otra calle. Le discuto, pero él es el Estado y tiene el poder. Detrás de él un carro policial grita por altoparlante que no se puede reunir la gente y que no deben parar de circular. “Así debe haber sido la dictadura de Pinochet” pensé, y resignado me di media vuelta.

Como era de esperar, la Alameda estaba llena de carabineros y en más de una ocasión me piden el carnet de identidad y revisan mi mochila. Claro, soy estudiante y me visto de negro, es evidente que más tarde estaré enfrentándolos. Toda la gente que conozco sabemos que hoy es el día.

Llego al colegio en el instante mismo en que van a disponerse a avanzar hacia el punto de encuentro en Plaza Italia. Pero no es fácil realizarlo a dos cuadras de La Moneda, por lo que decidimos avanzar por la vereda para evitar que nos dispersen antes de tiempo. No lo logramos. Una cuadra antes de llegar un zorrillo nos intoxica con su nube y nos obliga a escapar por la calle en la que normalmente doblan las micros. De pronto aparece un piquete de frente. ¡Es una encerrona! Pero los dos o tres centenares de estudiantes de mi colegio pasamos entremedio de carabineros y ellos se deciden a pegar en vez de tomar detenidos. Siento un golpe de luma en la palma de la mano al pasar por al lado de un esbirro, pero corro y corro y ya estamos saliendo de la encerrona sin ningún detenido.

Al salir a Vicuña Mackenna nos damos cuenta que Plaza Italia es un campo de batalla. Encapuchados y barricadas hacia ambos lados de la avenida nos dan una pequeña visión de lo que ya comenzaba ese día. Desde una cuadra de distancia se escuchan disparos y a los segundos los cartuchos de lacrimógena vienen hacia nosotros. Al instante aparecen numerosos estudiantes que las devuelven de una patada al mejor estilo de un futbolista profesional, pero al ver que son muchos los carros blindados que se acercan comenzamos a correr hacia el sur para escapar. Al llegar a la esquina doblamos a la derecha con la ilusa intención de devolverse al colegio. Imposible. A media cuadra aparecen carabineros por todas partes y veo como encierran a un grupo de 15 estudiantes en una bencinera y mientras lxs llevan detenidxs decido resguardarme junto a un centenar de personas en la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile.

Al entrar creo estar a salvo al ver la estética de aeropuerto que posee dicho edificio. Es la única facultad de la Chile que no está en paro y dudo que pase algo. La mano me duele y noto un sangrado producto de una pequeña herida. Pero antes de alcanzar a ir al baño suenan nuevamente los disparos de lacrimógenas y junto con su gas entra un chorro de agua que moja a numerosxs estudiantes que aterrados corren hacia el fondo de la facultad escapando de la represión. La gente se apresura a cerrar la puerta, pero ya es tarde, el gas está impregnado en el ambiente y las múltiples toses forman un coro que indica que hay que abandonar el lugar.

Pasamos a la Facultad de Arquitectura, pero por su entrada hay numerosas barricadas encendidas junto con un guanaco esperando a la distancia. Imposible salir por aquí. Imposible salir en masa, mejor dividámonos en grupos pequeños y nos devolvemos al liceo por goteo. ¡Pero así es más fácil que nos lleven! No importa, si salimos en masa no tenemos ninguna posibilidad de avanzar más de media cuadra.

Las diez cuadras que nos separaban desde la Facultad de Arquitectura hasta nuestro liceo se vuelven un laberinto lleno de obstáculos a sortear, pero tal como una serpiente vamos zigzagueando entre callejones y pasajes evadiendo los cercos policiales hasta llegar al callejón entre Arturo Prat y Serrano desde donde observamos que la calle Arturo Prat es lisa y llanamente un campo de batalla. Dos zorrillos y dos guanacos cruzan de extremo a extremo la cuadra arrojando sus armas químicas cada vez que pasan por la puerta lateral de la Casa Central de la Universidad de Chile o el frontis del Instituto Nacional, mi colegio. En la esquina de la Alameda, dos grupos de unos 20 carabineros observan la escena a distancia, quizá con astucia, quizá con miedo.

De pronto, algo ocurre en la Alameda que hace que los carros policiales vayan hacia allá. Es entonces cuando un grupo de más de un centenar de encapuchadxs sale desde la Universidad de Chile y prende barricadas en medio de la calle. Los 40 o 50 estudiantes que estábamos al frente aprovechamos de cruzar y entrar al edificio, en donde muchos de ellos deciden taparse la cara con lo que encuentren a mano y así hacer frente a la represión. ¿Quería reprimir el gobierno? ¡Ahí tienen su resistencia popular! Yo decido pasarme a mi colegio a ver cómo está la situación.

El patio central parece un hospital. En todas partes yace gente tirada en el suelo producto del ahogo de las lacrimógenas. La enfermera del colegio, que había decidido seguir trabajando pese a la toma en apoyo al movimiento estudiantil, corre entre lxs heridxs y la enfermería. Nos da órdenes: “Presiona la gasa acá, mueve a ellos para allá”. Los más chicos de 7° se nota que tienen miedo y la resistencia a la represión ya no sólo es física, también es psicológica.

Salgo al frontis del colegio y ya todo está listo para defender nuestro territorio: basureros llenos de agua para apagar las lacrimógenas, mangueras de incendio rociando agua en forma de lluvia para atrapar las partículas del gas, paneles junto a la reja para hacer de escudo. Las cuantiosas marchas en lo que van del año y su ya tradicional desenlace de disturbios en Arturo Prat nos hicieron adquirir la experiencia de lo que hay que hacer. Pero del colegio no se camotea, eso es acuerdo de la asamblea y se debe respetar. Si alguien quiere camotear debe pasarse a la Chile.

Las horas comienzan a pasar y el escenario no se mueve. Por el Paseo Ahumada se ven nubes gigantes de humo blanco que indican que las protestas también están ahí. Por la televisión de la sala de profesores vemos en las noticias de las una y media que todo Santiago está cortado y ya anuncian un cacerolazo para la tarde en rechazo a la represión vivida ese día. Mientras vemos eso entran dos amigos a la sala de profesores y me dicen que están cansadísimos, que están desde las 6 de la mañana peleando con la policía y que necesitan descansar un rato o al menos almorzar, que vaya a reemplazarlos. Entonces me paso a la Chile y me tapo la nariz con una pañoleta para resistir los gases. Somos muchos más que los pacos y tenemos el control de la calle más tiempo que ellos. Sin embargo, es necesario replegarse adentro de la reja cada cierto rato cuando embisten con demasiados carros, pero a los pocos minutos los golpes de las piedras en la reja metálica indican que la adrenalina es suficiente para salir de nuevo. Cada vez que salimos el objetivo es llegar a la Alameda, pero al quedarme atrapado entre dos zorrillos, uno en cada dirección, me doy cuenta que la operación es arriegada. Los intentos se suceden y cada vez nos acercamos más a la Alameda, pero esta se encuentra custodiada por un gran grupo de policías y en una siento un fuerte golpe en la pierna junto a la rodilla justo después de oír el disparo de sus escopetas de lacrimógenas. Cojeando logro entrar a la Chile y me voy al fondo del callejón, lejos de la acción. Me arremango el pantalón para ver una mancha de unos 5 cms. de diámetro color vino tinto que había aparecido. Me dolía y me ardía, me dicen que me ponga hielo y entonces me paso de vuelta al colegio en busca de algo frío para evitar la inflamación.

Pero no podemos permitir bajas. Las tareas son muchas y van desde atender a lxs heridxs hasta evacuar a la gente. Decido ir al frontis del colegio a ver si necesitan ayuda y en ese momento un nuevo hecho trágico ocurre: en una nueva carga de bombas lacrimógenas una rebota en una muralla e impacta la cabeza de un compañero el cual cae al suelo y empieza a sangrar y al mismo tiempo un compañero que estaba sobre una reja con una manguera tiene la mala suerte de que la bomba se introduce en el bolsillo de la chaqueta de su buzo y el plástico reacciona al calor encendiéndose en llamas y teniendo que saltar hacia debajo de la reja mientras otra manguera lo rociaba con agua para apagarlo. No me queda otra alternativa que reemplazarlo y pese a la herida por el lumazo en la mano y el escopetazo en la rodilla me subo a la reja a mantener la manguera para rociar el aire y apaciguar la lacrimógena por al menos una hora.

Ya deben ser las cinco de la tarde y todo comienza a calmarse. Pero no es una paz, es una tensa calma. Los carabineros anunciaron por altoparlante, casi en chiste, que subirían a su micro a comerse un sándwich y volvían. Decidimos hacer lo mismo e ir a almorzar. Llevaba 7 horas enfrentando la represión y el cansancio ya estaba tomándose mi cuerpo.

En la sala de profesores los clásicos tallarines estaban listos. Sin salsa, no hay tiempo para preparar una. Me acuesto en un sillón a descansar y secar mi ropa en una estufa mientras vemos algo en la televisión. Los más grandes nos recomiendan irnos a la casa porque al parecer van a sacar a los milicos a la calle, o van a decretar ley marcial, o parece que hay tres estudiantes muertos en concepción. Pero en la tele no dicen nada, o simplemente la situación es tan impensada que cualquier cosa puede ser real. En ese momento se abre la puerta de la sala y en el marco de la puerta aparece mi papá y me dice: “Que hacís allí sentado wn, hay cacerolazo en media hora y hay que ir”. Entonces le digo que me espere un poco, que estoy cansado y tengo hambre, pero me hago el ánimo y pese a que el cacerolazo será en todo Chile, decidimos ir a Plaza Italia.

Por tercera vez en el día llegamos a Plaza Italia, pero por algún motivo decidimos caminar hasta Parque Bustamante y nos establecemos en la esquina de General Bustamante con la Diagonal Rancagua. Somos cientos quienes allí decidimos ocupar la calle al grito de “Lo que el pueblo necesita es educación gratuita, porque el pueblo está cansado de las leyes del Estado” e “Y va a caer, y va a caer, la educación de Pinochet”. Los golpes de cacerolas que bajan de los edificios se mezclan con las palmas de los manifestantes y nos damos cuenta que está todo Chile con los estudiantes.

Comienzan a pasar los minutos y las bocinas de automovilistas se entremezclan entre las de apoyo y las de enojo, pero extrañamente la policía no se ve por ningún lado. Mi papá está escuchando radio y va transmitiendo todo lo que dicen, que está la cagá en el centro, barricadas en Mac Iver, barricadas en Estado, barricadas en Ahumada… Por eso es que aquí no llegan, porque no tienen capacidad. ¿Entonces les ganamos? Así parece. Ganamos, somos más que ellos. ¿Y qué hacemos ahora? Nadie tiene idea, hay que mantenerse aquí no más. Entonces agarramos unas bolsas de basura y las tiramos a la calle y les prendemos fuego. Pero en eso una señora rubia que manejaba una camioneta decide acelerar no más y se lleva junto a ella a una estudiante sobre el capó. La masa no duda: por fin un enemigo al que atacar, y una masa de gente va y le rompe los vidrios traseros al auto, y le rompen el espejo, y le rompen el capó, pero ya está bien, ya se cumplió el objetivo y aprendió la lección. Mantengamos la esquina.

El tiempo pasa, se hace de noche y la policía no llega. De verdad deben estar muy sobrepasados. Los automovilistas ya se resignaron a tener que esperar infinitamente para volver a sus casas y un grupo decide ir a prender barricadas a otras esquinas. En eso aparecen los motoristas de carabineros con las pistolas desenfundadas y comenzamos a correr junto a mi papá tratando de no separarnos. Impactos resonaban contra las rejas metálicas y el temor se apodera de mí al pensar que son balas, pero cuando nos logramos detener mi papá me dice que sólo son balines, pero que mejor nos alejemos del lugar.

Entonces comenzamos a caminar por Bilbao hacia arriba y en calle Condell vemos una campana verde de reciclaje de vidrio de Coaniquem ardiendo en mitad de la calle. Ni manifestantes ni policías, sólo la campana ardiendo. Hacia Providencia se ven siluetas en medio de otra barricada, aunque no están en actitud bélica, están cantando con una guitarra. Yo estoy cansadísimo y no quiero más guerra. Mi papá me dice que vayamos para la casa, pero yo había dejado la mochila en el colegio junto con la chaqueta mojada y decido volver a buscarla. Es un problema cruzar Santiago sólo en medio de una revuelta y de noche, pero me coordino por celular con un amigo de la Chile que va para Casa Central y decidimos irnos juntos. Me despido de mi papá quien me dice que me cuide mucho y voy de nuevo hacia el centro.

Cuando ves Santiago de noche, iluminado no por el alumbrado público si no por el fuego de las barricadas, y ves a la policía a los costados ya sin intención de reprimir empiezas a pensar en qué va a pasar mañana, en si se va a mantener el Gobierno o no, en que hay que llamar a una huelga general. Tus sueños se disparan y te das cuenta que estás un pasito más cerca de la utopía, que los discursos de unidad y de insurrección sirvieron y que el mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones lo podemos construir. Es un vórtice social que o te lleva a revolución o te lleva a un golpe de Estado. Pero las cartas están sobre la mesa y no hay otra.

Al entrar al colegio lo noto semi vacío. Extraño para la cantidad de gente que había en la tarde. Al conversar con la comisión de portería me dicen que muchos se fueron asustados por el rumor de que los milicos saldrían a la calle, pero que además muchos otros están arriba del techo que da hacia San Diego con Alonso de Ovalle viendo como una multitienda La Polar se quemaba por completo. Entonces decido sumarme a la fiesta y escalo por los techos hasta llegar donde se encontraban mis amigos.

El escenario es digno de una película: unas 15 personas sentadas en un techo, en sillas de colegio, tomando ron y mirando una bola de fuego de cuatro pisos de altura mientras media cuadra antes encapuchados repelen con piedras a bomberos y policías.

– ¿Un cañito para disfrutar el espectáculo?

– ¡Ya po! ¡La destrucción del capital no se ve todos los días!

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