El día de la victoria (Felipe Álvarez)

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Llegué a mi casa y me dormí casi de inmediato. Pensando que ese día había cambiado el destino del país. No fui capaz de ver noticias ni leer nada, el cansancio me tumbó instantáneamente, con la esperanza de despertar en una sociedad diferente, porque la convicción y disposición a la lucha que vi ese día, no se ha repetido jamás”.

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La jornada partió temprano. 6:00 AM y en distintos barrios, liceos y universidades de la capital los y las estudiantes nos preparábamos para un día como aquel. Una hora más tarde, a eso de las 7:00 AM, en la USACH salíamos a interrumpir el tránsito de la Alameda mientras sabíamos que en distintos sectores se repetía la dinámica. Un día histórico debía partir con la juventud completa en sus puestos de combate. El conflicto se extendió durante un buen rato mientras resistíamos a la represión, la que sabíamos que estaba tan preparada como nosotros.

A las 10.00 de la mañana habían convocado los secundarios. La idea era marchar desde Plaza Italia y la intendencia no lo había autorizado. En la noche, convocaban los universitarios a eso de las 19.00.

Sabíamos que en la movilización de la mañana la policía no dudaría en reprimir de inmediato nuestros intentos de marchar, y que dejarían caer todo el rigor de su violencia y de la ley que los respalda para impedirlo, y así fue, pues éramos miles de jóvenes dispersos por los alrededores del lugar, intentando reagruparnos, resistiendo la represión y el embate policial.

Era indignante, pues ya llevábamos meses movilizados y continuábamos sin lograr nada, recibiendo la misma respuesta, pero esta vez la prohibición y la violencia del estado se manifestaba de la peor forma. ¿Cómo no tener rabia?

Así fue que, tras un par de horas de intentar marchar, tras ver cientos de detenidos y heridos, es que el rumor popular se extendía con la misma idea: en la tarde saldríamos a la calle con la intención de enfrentar la represión de la forma que fuese. Fue tan indignante la situación, que se convocó a la gente a hacer sonar sus cacerolas desde los barrios, en las esquinas, balcones y puertas. Si mientras los jóvenes marcharíamos con toda la convicción del mundo, nuestros padres y abuelos reclamarían por el respeto a nuestros derechos haciendo todo el ruido posible.

A eso de las 19:00 llegué al centro nuevamente, el ambiente era tenso y se veían miles de policías en los lugares cercanos a la marcha. La represión comenzó de forma casi inmediata y la noche hacía lo suyo: sirvió para albergar a los cientos de miles de luchadores que nos reunimos a exigir la educación gratuita que nuestro pueblo requería.

Me encontraba en el sector de Portugal con Alameda y me dirigí a la Clínica de la U. Católica a encontrarme con mi compañera que estaba por ese sector. A unas cuadras de ahí vi que un “Guanaco” se dirigía directo por Portugal hacia ese lugar, pues en el frontis de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo se había levantado la primera barricada gigante que me tocó ver esa noche. Su tamaño era impresionante, tanto como los sonidos de las cacerolas que se comenzaba a hacer cada vez más ensordecedor. La situación ponía los pelos de punta, sobre todo para un estudiante veinteañero que se había criado escuchando las historias sobre las protestas en dictadura y los golpes que en los barrios le daban a las ollas.

El guanaco hizo su primer ataque, un fuerte chorro apagó gran parte de la barricada, pero, sorprendentemente, la lluvia de piedras y la multitud que atacó a la policía con una convicción que jamás había visto, lo hicieron retroceder unas cuadras, hasta que se juntó con una micro policial, que claramente demostraba lo que sucedería más tarde: intentarían atacar nuevamente.

Desde un altillo de la clínica, a unos metros del lugar, una señora arengaba a la gente del sector para mover unos maceteros gigantes que había ahí. Cruzarlos en Portugal sería un claro impedimento para el guanaco. Se juntó un buen grupo de gente, y a la cuenta de tres, guiados por la señora, movimos los maceteros en grupos de 5 a 10 personas por cada uno, aproximadamente. Uno, dos, tres, empujábamos con todo, pero podía más la convicción que la fuerza física, y logramos cruzar un grupo de 4 o 5 maceteros pesadísimos que impidieron el paso del guanaco para apagar la barricada. Un zorrillo quedó trabado unos segundos, tiempo suficiente para que sus ruedas fueran atacadas de tal manera que quedaron casi inservibles.

Me mantuve una hora ahí, aproximadamente, hasta que una verdadera multitud de policías y zorrillos atacó por Portugal desde el sur y por Marcoleta desde el poniente, haciendo una “encerrona” que logró dispersar a la masa combativa. Tuve que trepar la reja de un condominio, correr por su patio y salir por la cuadra siguiente trepando nuevamente. No cuantifico la cantidad, pero fueron muchos los detenidos y golpeados en ese momento.

Tras el llamado de una amiga, me dirigí caminando al sector del Parque Bustamante con Rancagua. Todo el camino eran pequeños grupos de personas interrumpiendo el tránsito con pancartas, basureros y señaléticas de tránsito. El ruido ensordecedor de las cacerolas hacía eco desde los pisos más altos de los edificios. Y cada vez sonaba más fuerte. En la calle corrían mitos que, en ese contexto, parecían verdad: que los milicos habían desalojado el Liceo de Aplicación, que Piñera había autorizado sacar a los milicos a la calle, que andaban tanquetas en los lugares más céntricos, entre otras barbaridades que en ese momento no me parecían tan descabelladas. El contexto es indescriptible, era tanta la rabia y tanta la ‘repre’, que en ese momento pensé que estaba viviendo una revuelta popular que cambiaría el destino de la historia.

En el sector de Parque Bustamante había una realidad similar. Una barricada grande cortaba Rancagua, aunque no tan grande como la de Portugal. La represión era distinta, pues motos y caballos policiales se abalanzaban cada cierto rato para reprimir y golpear, generando una sensación de miedo que se contagiaba entre todos. Había que correr o escabullirse rápido cuando venían. Una señora me abrió la reja de su condominio para refugiarme. ¡Qué sensación más linda que la de una mano amiga cuando más la necesitas! Los helicópteros sobrevolaban todo el sector y se decía que los cientos de lacrimógenas que vi esa noche, caían desde arriba lanzados por ellos.

Ya eran las 22.00 aproximadamente y la represión dispersó a muchísima gente, cada vez éramos menos los que seguíamos ahí. Me dirigí hacia el oriente con la intención de encontrar alguna micro en un lugar menos alborotado. Terminé caminando una hora, arrancando de la policía en muchas esquinas, encontrándome con más gente en protesta, metiendo ruido con alguna piedra contra una reja, en vez de cacerola. Una farmacia y un banco destrozados me adornaron el largo camino. Muchas barricadas o fogatas pequeñas alumbraron cada esquina. Tuve que caminar una hora, aproximadamente, hasta Los Leones, donde logré tomar una 104 hacia el sur.

En el camino hacia mi casa, fueron muchos los grupos de gente reunida que alcancé a ver, golpeando cacerolas para meter ruido. En otros lugares se notaba que ahí habían estado, pero ya no. Descansaban de una de las jornadas más agotadoras de mi vida. Recuerdo haber tenido un cansancio prácticamente insoportable.

En Walker Martínez con Avenida La Florida aún era un centenar de personas las que se encontraban en el lugar. El caos del lugar demostraba que hace un rato habían sido muchos más.

Llegué a mi casa y me dormí casi de inmediato. Pensando que ese día había cambiado el destino del país. No fui capaz de ver noticias ni leer nada, el cansancio me tumbó instantáneamente, con la esperanza de despertar en una sociedad diferente, porque la convicción y disposición a la lucha que vi ese día, no se ha repetido jamás. La valentía de mi pueblo llegó a un punto inigualable, y creo que la próxima vez que me toque vivir algo así, esa sí será el día de la victoria. Ya llegará nuestro día.

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