A la calle los mirones (Pedro Lovera)

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(…) en una esquina veo el Banco de Crédito e Inversiones -BCI-, institución con la cual me encontraba (y me encuentro) endeudado en varios millones producto del crédito con aval del Estado. En una suerte de vendetta personal, desvié mi rumbo hacia el BCI y, sacando una piedra que tenía reservada para la policía, la arrojé con toda la rabia e impotencia hacia el ventanal de la sucursal del banco”.

 

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Difícil olvidar el cuatro de agosto del año 2011. No sólo por las largas jornadas que llevábamos de movilizaciones estudiantiles, por los altos niveles de represión por parte de los organismos de seguridad del Estado, siquiera por el gran bullicio que envolvió a Santiago aquel día, sino sobre todo por mi propia experiencia personal.

Ese día, nos habíamos reunido junto a un grupo de compañeros/as en las cercanías de Plaza Italia, a eso de las seis de la tarde. Resultaba algo paradójico, mientras nosotros estábamos dentro de un café en un segundo piso, planificando como transformar la mediocre realidad, miles de personas se congregaban en el centro neurálgico de la ciudad para marchar a las 7 de la tarde, con intenciones más o menos similares a las nuestras. Los equipos policiales no tardaron en reaccionar ante los miles y miles de hombres y mujeres de todas las edades que se aglomeraban en Plaza Italia, por lo cual la represión se adelantó a la propia marcha. Esto provocó que gran parte de la gente se dispersase. Los menos en dirección hacia el oriente, algunos en dirección hacia el poniente -claro, los que lograron sortear los anillos policiales-, otros hacia el sur y una gran mayoría, por lo que recuerdo, en dirección hacia el norte de la Plaza Italia.

Recuerdo haber estado ansioso porque la reunión terminase, para así poder ir y sumarme a la marcha. Era el clima generalizado en la reunión, por lo cual la dimos por terminada. Saliendo del café que quedaba a un costado del Teatro de la Universidad de Chile, nos encontramos con el panorama habitual de ese año, fuerzas especiales dando palos a ojos cerrados, el guanaco tirando su chorro de agua sin importar a quien le pudiese llegar, y claro, ese asfixiante olor a lacrimógena en el ambiente alimentado por zorrillos y por bombas lacrimógenas de mano utilizadas por los de verde. Saliendo del café, tuvimos que hacer el quite al chorro del guanaco, por lo cual tratamos de meternos a la entrada del metro Baquedano, sin embargo, sus puertas se encontraban cerradas. Entonces, se me dio la oportunidad. Para no quedar mojado en ese día invernal y saciar mis ansias de estar junto a mis compañeros/as en la calle, me despedí de la gente junto a la cual estaba en la reunión, y me dirigí solo en dirección hacia el norte de la Plaza Italia, a la Escuela de Derecho de la Chile.

No tardaría en encontrarme con amigos/as y gente conocida, después de todo ya llevábamos varios meses en la misma. Nos comenzamos a articular y con las escasas piedras que se encontraban buscamos hacerle frente a las fuerzas policiales, que para “resguardar la democracia” contaban con esos colosos de tres toneladas aproximadamente conocidos como guanacos y cientos de motos y zorrillos. Lógicamente la desventaja material era abismal, lo cual nos hizo retroceder paulatinamente por los costados del Parque Forestal, tanto por la calle Santa María, como por José María Caro, dependiendo de donde hubiera menos pacos y pacas. Así fue como llegamos a los alrededores del Cerro Huelén, también conocido como Santa Lucía. La cantidad de manifestantes que nos encontrábamos dispersos era impresionante, así como la cantidad de pacos que se encontraban merodeándonos. Cada vez que se acercaba uno de ellos, salíamos todos y todas a interceptarlos para poder alcanzarlos con nuestras piedras, las cuales estaban lejos de hacerles algún tipo de daño, ya sea por la distancia a la que nos encontrábamos de ellos o por el equipamiento con el que contaban. En paralelo se comenzó a dibujar un nuevo panorama, la destrucción de uno de los símbolos más icónicos del capital, los bancos. Un grupo no menor comenzó a arrancar las señaléticas que se convirtieron posteriormente en especies de arietes que atravesaron los grandes ventanales de un Banco de Chile. Mi satisfacción no era menor, cientos de personas cooperando para destruir la sucia imagen de dicha sucursal bancaria. Estaba por sumarme a ellos, cuando en una esquina veo el Banco de Crédito e Inversiones -BCI-, institución con la cual me encontraba (y me encuentro) endeudado en varios millones producto del crédito con aval del Estado. En una suerte de vendetta personal, desvié mi rumbo hacia el BCI y, sacando una piedra que tenía reservada para la policía, la arrojé con toda la rabia e impotencia hacia el ventanal de la sucursal del banco. Por supuesto, el vidrio no cedió; es más, creo no haberle provocado más que un pequeño rasguño, pero en ese momento se sumaron más y más enrabiados a la acción lo que posteriormente derivó en la rotura de la infraestructura bancaria.

Como es habitual, cuando se ataca al capital sin piedad alguna, los esfuerzos policiales se incrementan, y de un momento a otro las calles estaban aún más atestadas de pacos, la gran mayoría de ellos en moto. Rápidamente con un grupo de cabros entre los cuales habíamos varios conocidos, coincidimos en que estar ahí era una estupidez, los bastardos nos acorralarían sin mayor dificultad y nos llevarían. Acordamos salir a la Alameda, para luego cruzarla hacia el sur. La hazaña no era fácil. Los pacos se habían propuesto que no se marchara por la arteria principal de Santiago, por lo que se encontraba atestada de fuerzas especiales. Subíamos una calle, bajábamos otra, nos metíamos por una, hasta que, al fin, en las cercanías de San Antonio, pudimos cruzar la Alameda. De a poco se comenzaba a escuchar ollas en algunos lugares, de manera aislada. Luego el sonido ya fue generalizado. Los enormes edificios aledaños a la Alameda sur, parecían hacer un solo ruido metálico de cacerolas. La pregunta fue general: -“¿Qué pasa?” Uno de los que estaba ahí tenía la explicación: ante las constantes olas represivas contra el movimiento estudiantil, y en especial la que había sufrido la Asamblea de Estudiantes Secundarios, ACES, en la mañana de ese mismo día, la CONFECH convocó a un cacerolazo. Una medida ante todo simbólica, puesto que si bien en algún momento dicha acción fue realizada por las viejas del barrio alto, durante la década de los ochenta se utilizó en las jornadas de protesta popular para manifestarse contra la dictadura cívico-militar.


A poco andar, nos habíamos propuesto llegar al Parque Almagro, donde se encontraba la Universidad Central y una sede de la UTEM. Mientras caminábamos, el sonido de las cacerolas se multiplicaba, mientras que los pacos parecían no ser muchos, ya que se encontraban dispersos, presuntamente más hacia el norte de la Alameda. Finalmente, llegamos a nuestro objetivo, la UCEN y la UTEM. Lamentablemente, la UTEM -que estaba en toma, por lo cual nos podríamos refugiar en ella- estaba completamente cerrada. Nos encontrábamos en la calle San Ignacio, entre la UCEN y UTEM, cuando aparece un piquete de pacos. Los empezamos a agarrar a camotazos, pero nada los hacía retroceder, cuando entonces se abre la puerta de la UTEM y salen los clásicos capuchas cargando unas “mechas”. Esto hizo que los pacos se escondiesen tras una muralla. Uno de los capuchas pasó al lado mío y tiró la “molo”. Cuando los pacos cacharon que no quedaban mechas salieron de su escondite, cuales ratas, y uno de ellos disparó con su artefacto para tirar bombas lacrimógenas, apuntando claramente a los capuchas. Pareciera ser sólo una milésima de segundo, cuando en la oscuridad veo el destello que hace el arma del paco y casi al mismo tiempo siento que la lacrimógena me golpea justo en mi pene. ¡Qué dolor más intenso! Me iba a tirar al piso a lamentarme cuando veo que los muy bastardos vienen corriendo hacia nosotros. Pensé: – “Si me tiro aquí, me van a sacar la chucha, me van a llevar en cana, más encima con este dolor”. Junté fuerzas y salí corriendo hacia dentro de la UTEM. Algunos que habían visto lo que pasó me preguntan qué tal me encontraba. Yo lo único que pensaba era en el dolor que sentía.

Finalmente, el accidente no pasó a mayores. Tuve que estar un par de días con reposo. ¿Tenía rabia? Por supuesto, la sigo teniendo con ellos que de manera acrítica defienden los intereses de los ricos y poderosos. Pero sentía algo mucho más positivo, la satisfacción de haber participado en aquella jornada, correr la suerte que corrieron muchos, en vez de haberme quedado teorizando en un café por un mundo mejor.

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